El miedo es como la familia, que todo el mundo tiene una, y aunque se parezcan, los miedos pueden ser tan diferentes y personales como pueden serlo las familias. Hablo de los miedos de verdad, los que te hacen débiles hacia todo lo demás, los que hacen que te cuestiones cosas de las que habías estado seguro hasta ahora. La mayoría están ahí desde que naces y se van haciendo más y más grandes a medida que creces. Hay miedos con los que uno aprende a convivir aunque a veces no te dejen avanzar. Miedos hechos de inseguridades y experiencias. Miedo a no ser lo que soñamos. Miedo a que nadie entienda lo que queremos ser. Miedos que nos va dejando la conciencia. Miedo a ser culpables de lo que les pase a los demás. Miedo a lo que no queremos convertirnos, a lo que no queremos sentir, a lo que no queremos mirar, a lo desconocido. Miedo a la muerte, miedo a que alguien que queremos desaparezca.
He escuchado mil veces eso de que la felicidad es la ausencia del miedo, pero no me lo creo. Es cierto que yo tengo de todos los tipos de miedos que te puedas imaginar, unos que con el tiempo llevo bien y otros que se hacen insoportables, y que no soy lo que puede decirse feliz, pero ¿qué pasa cuando esos miedos son tan fuertes que no podemos superarlos?, ¿qué pasa cuándo esos miedos se han convertido en parte de nosotros y nos han hecho ser lo que somos? y ¿acaso no es el miedo a perder a los que nos importan el que hace que los apreciemos más y, por tanto, que seamos felices con ellos?. Sí, es exactamente así, a mi los miedos me enseñaron hasta dónde puedo llegar, mis debilidades y que en cierto punto, es mejor dejar de intentarlo, pasar a otra cosa, antes de que la caída sea más de lo que puedo soportar. Así que yo no renuncio a mis miedos, me quedo con cada uno de ellos, porque quizá no pueda decirse que me ayudaron a ser mejor perdona pero sí me hicieron avanzar, quizá a base de golpes, pero lo hice que es lo que importa.
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